Jazz y alcohol
En otoño de 1994 recibí una llamada de un viejo amigo. Me pedía que fuera a hacerle una visita a su estudio de diseño. Era un tipo optimista y dicharachero, pero su voz sonaba gris y cavernosa. Triste.
Era una tarde calurosa, sin una nube, y mientras conducía rememoraba los trabajos que había hecho para él. Su estudio era luminoso, elegante y con un toque pijo. Mi amigo era uno de esos tipos astutos que se dio cuenta del potencial de las nuevas tecnologías en el periodismo a finales de los 80’. Muy pronto invirtió en informática, y creó un estudio de diseño especializado en edición de revistas. Rápidamente su negocio creció como la espuma. Diseñaba publicaciones preciosas, muy innovadoras para la época, y además integraba fotografías y gráficos, algo impensable que a sus clientes les parecía mágico. Mi amigo era un fenómeno.
Su estudio crecía y él reinvertía en una época en la que las mejoras se introducían en semanas.
Siempre me había gustado ir a visitarle. Para empezar, en cada visita me encargaba una ilustración, o que le ayudara a planificar el monstruo de una nueva revista, y yo sacaba un buen pellizco. Pero además era muy divertido. Siempre contaba chistes picantes que te hacían llorar de risa, se tomaba cada suceso con optimismo y destilaba alegría por cada poro.
Mi amigo lo había perdido todo. Ahora vivimos agobiados, pensando que nunca saldremos de esta crisis, pero en los primeros 90’ vivimos otra. Tal vez no tan dura, pero que hizo estragos en el mundo de las artes gráficas. El descenso de inversión en publicidad es uno de los primeros síntomas de que se avecina una crisis, así que las revistas y periódicos son los primeros que notan el impacto, al ver cómo se reducen sus ingresos en publicidad. Las editoriales, como primera medida, dejan de subcontratar y retrasan los pagos, con lo que los estudios de diseño independientes comienzan a pasarlas canutas cuando el común de los mortales ni siquiera imagina lo que se les está viniendo encima.
La crisis de los 90’ terminó definitivamente con las fotocomposiciones y dejó bastante tocadas las fotomecánicas y las imprentas.
Así que yo, que me las prometía muy felices, y esperaba una velada de chistes y chascarrillos, en la que con un poco de suerte me podía caer algún trabajillo extra, me encontré en medio de un local vacío, dándole palmaditas en la espalda a un amigo desconsolado, irreconocible, mientras unos tipos se llevaban los últimos cachivaches que quedaban en un local que yo recordaba lleno de vida y actividad.
Cerró la puerta del estudio por última vez y estuvo a punto de derrumbarse de nuevo. Logró sobreponerse, subió a su coche y me dijo que le siguiera. Atravesamos Madrid y acabamos muy cerca del estadio Bernabéu, en un club de jazz en el que le conocían, porque la camarera le saludó por su nombre cuando abrimos la puerta.
Cuando llegamos ya había anochecido. Yo iba aterrorizado. No había cenado y aquello prometía convertirse en una maratón de alcohol y lágrimas. El estómago vacío es muy mala receta en ese tipo de aventuras. Al local se llegaba bajando unas pocas escaleras. Cuando entrabas te encontrabas un establecimiento amplio, con tres ambientes, cada uno a una altura distinta y con diferente iluminación. En medio había un estrado en el que se situaban los músicos. Cuando llegamos estaba vacío. Una batería y varias sillas ordenadas presagiaban concierto. Mi amigo mostró la única sonrisa de toda la noche cuando me dijo que durante toda esa semana estaba tocando un monstruo consagrado del género. Ni idea. El Jazz no es lo mío.
A la derecha de la puerta había una larga barra que atendía a los clientes de los tres ambientes. No había casi nadie. Un par de tipos solitarios bebían a solas en la barra y un grupo de amigos mantenía una charla animada en la zona más oscura y lejana del local. Mi amigo pidió un ron con cola y yo pedí un brandy en copa de balón. La noche solo acababa de empezar y se presagiaba muy larga. Yo odio beber y mi capacidad para mantener viva una copa de brandy, oliendo los efluvios y mojando simplemente la lengua cada tanto, podría entrar en el libro Guinness.
Mi amigo bebía, hablaba con la voz entrecortada y cada rato se rompía y arrancaba a llorar, sujetándose la cabeza entre las manos o escondiéndola entre la barra y el brazo. La camarera y yo le intentábamos confortar, pero hay consuelos imposibles.
La noche avanzaba y entraron unos pocos clientes, no muchos, en un lento goteo, para escuchar el concierto, que empezaba a una hora casi indecente. La mayoría eran tipos solitarios, aunque había dos o tres grupos de jóvenes trajeados, que hablaban animadamente pero sin levantar mucho la voz, como respetando la liturgia de un lugar que parecía un santuario de perdedores.
Por fin llegaron los protagonistas de la velada: un batería, un contrabajo y un trompetista de color, viejo, con un traje a cuadros gastado que no parecía de su talla, y un sombrero muy usado tras el que escondía un rostro lleno de arrugas. Antes de empezar a tocar se acercaron a la barra y se bebieron un whisky mientras, silenciosos, contemplaban el fondo del vaso. A esas alturas, mi amigo estaba en una fase silenciosa, contemplando a su vez el fondo del cristal y abrazándome del cuello de vez en cuando mientras decía lo mucho que me quería y lo buen amigo que era en un tono embarazoso. Pese a mi interés por conservar intacta mi copa de brandy, él pedía a la camarera que me la llenara cada vez que pedía otro ron, así que mi estado tampoco era el ideal para mantener la sangre fría.
Yo miraba a los clientes para entretenerme durante los grandes silencios de mi compañía. Me llamó la atención un cincuentón muy trajeado, con pinta de ejecutivo, acompañado por una chica mucho más joven que él, elegantísima, que desentonaba bastante con su pareja. No lo juraría, pero aquello no parecía una cita de amor. Él estaba más pendiente de intentar que el resto del bar contemplara la belleza que le acompañaba, como si fuera un trofeo, que de escucharla. Fueron calentándose poco a poco hasta que, bruscamente, se levantaron y se fueron. Debió de costarle una fortuna.
Cada dos o tres canciones el grupo dejaba de tocar, se levantaba y se acercaba a la barra para refrescarse. El trompetista tenía la mirada perdida. Se movía encogido, como abrumado por el peso de toda una vida y, cuando hacía sonar la trompeta, exhalaba toda esa angustia acumulada para que mi amigo soltara hipidos desesperados mientras se preguntaba a si mismo: “¿y qué voy a hacer ahora?”.
Por fin se decidió. Se levantó, con gesto decidido y mirada perdida, y salimos a la calle en busca de unos taxis que nos llevaran a casa mientras el cielo adquiría ese tono azulado que anuncia el amanecer. Me dio un fuerte abrazo, se montó en su taxi y se marchó.
Nunca le he vuelto a ver. No sé qué fue de su vida. Mi relación con él pendía de un teléfono que dejó de funcionar y un estudio en el que ya no estaba. A veces la vida gira en torno a casualidades que casi nunca se dan.
No sé por qué os he contado ésto. Mi idea original era hablar de todos esos tipos que tienen negocios que dependen directa o indirectamente de la NFL. De gente que llega todos los días a casa y lee las noticias con la esperanza de que propietarios y jugadores hayan llegado ya a un acuerdo. Quizá muchos de ellos estén en septiembre en un club de jazz, escuchando a un viejo trompetista y maldiciendo su suerte.