Ciudad sin ley
Con cierta pena, supongo que como a muchos, admito que el VAR me ha convencido. Poco se puede oponer a la evidencia de que este invento ha tra¨ªdo al f¨²tbol orden y justicia. Es r¨¢pido, es higi¨¦nico, es eficaz, es indiscutible. Pero el ¨¢rea, que es el territorio comanche del f¨²tbol, ya nunca ser¨¢ lo que fue. Alguna vez contar¨¢n los viejos que hubo una vez en el f¨²tbol una ciudad sin ley, donde el pobre sheriff, armado con su silbato y sus tarjetas, poco pod¨ªa hacer contra los pistoleros a sueldo, los ventajistas, los rancheros sin escr¨²pulos, los rev¨®lveres m¨¢s r¨¢pidos a este lado del Misisipi, los cuatreros, los vendedores de crecepelos, y dem¨¢s forajidos. All¨ª imperaba la ley del m¨¢s fuerte, del m¨¢s tramposo o del m¨¢s astuto. Era un lugar salvaje donde la fiebre del oro --del gol-- atra¨ªa a todos los buscavidas del contorno. Y se contar¨¢ que s¨®lo all¨ª pod¨ªa ocurrir que un jugador le tocase los huevos al otro, que Dios se encarnase para marcar un gol con su divina mano, que los cuerpos se abrazasen y entrelazasen en una lucha feroz por un palmo de c¨¦sped, que cada cual sacara sus colmillos y sus espolones aprovechando la confusi¨®n del momento, que unos provocaran a otros con escupitajos, insultos o amenazas, y que el pobre ¨¢rbitro, intimidado adem¨¢s por decenas de miles de espectadores gritando y prejuzgando, pitase lo que buenamente ve¨ªa, o pitase a bulto, o mirase a otra parte. El ¨¢rea, aquella peque?a ciudad sin ley, era el espacio del teatro, de la ilusi¨®n y del enredo. Y los que no conocieron esos tiempos b¨¢rbaros, escuchar¨¢n esas historias fascinados o incr¨¦dulos.
Porque he aqu¨ª que un d¨ªa, all¨¢ por 2018, lleg¨® a esa ciudad un sheriff, con sus ayudantes, que eran m¨¢s veloces desenfundando que los m¨¢s h¨¢biles pistoleros y m¨¢s avezados en el enga?o que los mejores comediantes o fulleros del poker, y de un d¨ªa para otro, como por arte de magia, pusieron paz y ley en aquella ciudad tumultuosa.
El VAR ha venido a civilizar el ¨¢rea, porque el ¨¢rea, c¨®mo no, es su jurisdicci¨®n natural. Salvo los caciques e impostores, ganaremos todos, empezando por los ¨¢rbitros, que ya no ser¨¢n los inevitables malos de la pel¨ªcula. Los propios jugadores, sinti¨¦ndose vigilados hasta en sus m¨¢s m¨ªnimas acciones, acabar¨¢n tambi¨¦n civiliz¨¢ndose, y todo ser¨¢ bonito, y justo, y correcto, y ya no habr¨¢ ni siquiera pol¨¦micas. Pero, por el camino, algo se habr¨¢ perdido para siempre, y tambi¨¦n para siempre nos quedar¨¢ la nostalgia de aquella ciudad sin ley que era entonces el ¨¢rea, y el delicioso placer que el siempre p¨ªcaro azar a?ad¨ªa al juego. Para bien y para mal, la ¨¦pica de los farsantes ha llegado a su fin.