La rese?a m¨¢s surrealista de un restaurante ¡°asturiano¡±: ¡°Mis hijos gritando que quer¨ªan morir¡±
Unos ni?os hambrientos de cachopo no quer¨ªan comer despu¨¦s de que el establecimiento les comunicara que se hab¨ªan agotado las existencias de este plato.

Un drama desgarrador ha conmovido al mundo estos ¨²ltimos d¨ªas. La historia de unos activistas cachopiles dispuestos a todo para conseguir justicia -la justicia, en este caso, era un cachopo con patatas, pero es que la justicia tiene muchas y muy variadas caras-. Como en todo cuento, hay una moraleja, un h¨¦roe y un villano despiadado. Si se toma el lector un par de minutos, se desenvolver¨¢n ante sus ojos los pormenorizados detalles de un suceso de los que cambian la forma en la que se mira al mundo. Un ejemplo de lucha organizada y agitaci¨®n.
Como tantos otros que a lo largo de los siglos han guerreado contra la opresi¨®n, los protagonistas de este determinante conflicto no pidieron ser la vanguardia de los anhelos de libertad del g¨¦nero humano, sino que fueron el destino, el capricho y el azar los que conspiraron conjuntamente para asegurarles un lugar en los libros de texto de las futuras generaciones. Todo comenz¨® con un inocente y rutinario acto. Un progenitor que llam¨® a un restaurante para encargar la comida.
Sin embargo, no sospechaba esta persona que el lugar con el contactaba era, en realidad, un enclave terrenal del mal absoluto. Unos cachopos pidi¨® c¨¢ndidamente este pobre ciudadano indefenso, que estaba a punto de ver c¨®mo sus derechos m¨¢s fundamentales eran pisoteados -tendr¨ªa que consultarlo, pero as¨ª de memoria creo recordar que el derecho al cachopo est¨¢ recogido en alguno de los art¨ªculos de la carta de los Derechos Humanos-.
Felicidad empanada
El caso es que, en posible violaci¨®n del protocolo de Ginebra, este local, con manifiesta alevos¨ªa, le neg¨® a la familia el acceso a la delicia guaje empanada. A la evoluci¨®n celestial del escalope. A la c¨²spide del desarrollo humano. Al elemento m¨¢s relevante de la cultura asturleonesa -empatado, quiz¨¢s, con Don Pelayo y Fernando Alonso-. ¡°Es que no nos quedan¡±, dijeron los malvados, en un risible intento de justificar lo injustificable. De eludir las responsabilidades de su felon¨ªa. De ensa?arse con sus v¨ªctimas.
Pero no era esta gente f¨¢cil de amedrentar. Los hijos, que fueron los principales afectados, pasaron por todas las fases de la tragedia. Primero, les invadi¨® una desolaci¨®n ciega, de esa que convierte los ojos en dos peque?as esferas de vidrio y oprime el pecho hasta paralizar el esp¨ªritu. Una vez superada esta honda pena inicial, lejos de resignarse a su destino y al atropello de sus libertades m¨¢s fundamentales, estos j¨®venes pasaron a la acci¨®n, desatando la furia de aquel al que se le ha negado la felicidad m¨¢s pura, esa que viene envuelta en pan rallado.
En r¨¢pida organizaci¨®n, usando las t¨¦cnicas de tantos y tantos valientes activistas que les precedieron, comenzaron una dram¨¢tica huelga de hambre. Se negaron a comer porque, parafraseando a Patrick Henry, ¡°Denme cachopo o denme muerte¡±. Pocas causas m¨¢s dignas. Por suerte, hubo un desenlace feliz. Porque al final lleg¨® la caballer¨ªa. En forma de abuela, concretamente. Una se?ora igual de heroica que, llegada del mism¨ªsimo Asturias con la determinaci¨®n de auxiliar a sus nietos, se enfund¨® el delantal y les hizo un cachopo a cada uno. As¨ª se calmaron los gritos de protesta y, lo que es m¨¢s importante, los gritos del est¨®mago.